Imposición

30 Ago

La originalidad sin tiempo ni espacio es , digamos, imposible. Siete mil millones no es poca cosa. Más los de antes. Más los de antes de antes de antes. Griegos, egipcios, fenicios, que sé yo. Los orientales, cuantos chinos habrán pasado por el mundo? No sé, pero demasiadas personas. Digo, para que tu hecho, tu increíble invento/pensamiento/conclusión no sea una fiel copia barata. Es una locura pensarlo. Una locura. El primero, ja. Quizás seas de los pocos, que también cuesta entender, aunque es más creíble. Pero el primero, no me hagas reír. Es decir, no es imposible estrenar una idea. Bill Gates fue pionero, Edison y Los Beatles. Varios lo hicieron, lo lograron, pero de ahí a que seas vos el original. No, es imposible. Perdoneme señor, pero las probabilidades no dan. No va a ser usted, mi buen hombre con excelentes intenciones, el que haga la revolución. Así que quédese tranquilo, mire tele o léase un libro. Yo sé y le aseguro que no es usted. Todos los cupos están vendidos, o ya quedan poquísimos, no los suficientes para que se emocione. Y para colmo se dejaron de emitir. Olvídelo, docientos mil años de humanidad. Sáquese la idea de la cabeza. Saquémonosla. Porque es un tema que a mi siempre me preocupó. Ya hice todas las conexiones neuronales posibles pensando y tratando de formular por fin una idea innovadora, fuera de serie. Y ahora ya está. Soy solo uno más. Es que no se puede. Me convencieron las matemáticas, y cuando los números lo dicen, hermano, perdiste. Lo demuestran y no tenés escapatoria. La originalidad no existe, no se puede, no, al menos, sin un tiempo y un espacio.
Supongamos el caso de un hombre que en un velorio, en vez de llorar, contrariamente a los cánones, ríe constantemente. Todos coincidimos en que los demás lo catalogarían, además de como un maleducado, un insensible, un pelotudo, como un hombre original. Quizás no lo dirían y menos en ese momento, pero si ya terminado el evento se lo preguntaras uno por uno, la gran mayoría diría, con otras palabras, que lo es, porque hizo algo en ese momento y en ese lugar que no suele hacerse. Fue contra la corriente, dejó de hacer lo que el promedio, fue un ser original en tiempo y espacio. Ya hubieron otros tantos que rieron en velorios, millones seguramente, y probablemente en esa misma ciudad, y porque no en esa manzana. Pero ese hombre haciéndolo aquí y ahora, es único en su especie.
Roberto es un hombre de setenta y tres años jubilado. Desde que murió Cai que duerme solo, pero ya no está triste porque se acostumbró. Dos años y dos meses y comienza a olvidarla o, mejor, a no recordarla tanto. La casa nunca tuvo fotos porque para qué. Él siempre estuvo en contra de eso de las fotografías: “fotografías encuadradas, recuerdos inútiles, miniaturas del pasado taladran el instante y nos convencen tristemente del pasado superior, del presente decadente y del futuro descendiente” Pero ahora la tendría en su reloj de bolsillo. Ya está comenzando a olvidarla, pero en su reloj de bolsillo no más. Lo cierto es que Tito, como le decían ciertos amigos ya que a esa edad sos de nombre completo, mira para adelante. Y con la frente en alto, los pies sobre el suelo y el mentón a noventa grados. Sus ojos profundos no son distintos a todos. Porque todos son profundos y a cualquiera se le podría dar esa inútil distinción. Queda bien, y engrandece. Sin embargo, él los usa no solo para lo cotidiano, sino para ver en detalle, en profundidad. Al principio, si lo vieras mirando un punto fijo por horas, creerías que es un despistado. Pero después caerías en la cuenta de que el árbol aquel es poco comparado con el árbol del Tito, que la chimenea y el fuego son otra cosa para él. Es como si todos nosotros viésemos una pequeñísima parte de lo que realmente son las cosas, los objetos. Y si puede ver más que eso que veo yo, será que hay más. Roberto es un minucioso, amante de los detalles, un observador de los mejores, casi profesional.
Ya hace un año que Roberto visita prácticamente todos los días a su amigo de toda la vida, curiosamente llamado como él, Roberto. Le dicen Toti. Hubo que pelear el apodo allá por la adolescencia, dos “Titos” se hacía problemático para el grupo. Y ganó el piedra, papel o tijera (a mejor de cinco, porque no era joda), tres a cero. Tenía una táctica que prometió dejarme por escrito. Me dijo por mil nueve sesenta: -Si llego a los ochenta años, te prometo que lo digo-. Juro que nunca lo vi perder, era muy eficiente. Iba a visitarlo casi todos los días al acilo de Martinez. Se ponía la boina inglesa, bastón de quebracho en mano y partía. Dos cuadras hasta la plaza rodeando el club y dos más hasta la parada de colectivo, como mucho quince minutos y subía al cuatrocientos siete blanco. Entonces caminaba con cautela hasta la mitad, siempre y cuando la cantidad de gente le permitiera elegir donde pararse, y miraba por la ventana agarrado de la manija del respaldo del asiento. Disfrutaba profundamente ese momento más que cualquier otro. Se sentía libre. Firme con sus dos pies soportaba el peso del cuerpo y controlaba la ley de inercia, y era fuerte como de joven. La seguridad es un requisito y en ese punto Roberto la encontraba en todo su esplendor. Parado, él quería viajar parado, mirando esas cosas por la ventana que vaya uno a saber que tan magníficas serán. Él quería viajar parado. Porque así de pie, era feliz. Toti era una excusa. Necesaria, pero no era el fin último. Su razón era el viaje.
Tito sí que era original en tiempo y espacio. Si fuera por él sacaría todos esos asientos a la mierda. Esa sí era su utopía, un colectivo sin asientos. Sabés que lindo. Querer lo opuesto, eso es original. Yo querría ser así, ser lo que nadie. Y quien sino Roberto. Yo querría ser Roberto. Si lo vieras ahí parado, no verías a un anciano, te lo aseguro, porque son esos veinticinco minutos que deja de serlo. Tronco firme, pecho afuera, eso no es de viejo. Y no le importaba Cai y tampoco sus estúpidas conclusiones filosóficas, ni las fotografías. Era su cielo.
Pero había otros días y a este punto quería llegar. Días negros, oscuros. Feos. Roberto parado a mitad de viaje, sin escuchar más que su silencio interior, mirando por la ventana, transcurriéndose preciado momento, cuando derrepente una vocecilla que le dice estúpidamente: -Señor, siéntese-. Inútil, veintiañero inútil. Creyéndose el cuento del buen ciudadano se convierte en el peor de todos. Y es inevitable. Tito, no puede hacerse el distraido. Lo escuchó, ya no mira por la ventana, no más. Su mirada está en quien le arruinó el día. Y no le quedan tantos. Un día menos de los pocos que le queda de existencia. El otro sonriente, contento, y Tito que lo mira y le ríe falsamente, no quiere pero debe y no tiene opción porque ya se paró y se sacó los auriculares. Es llamativo el pequeñísimo trecho de la libertad a la esclavitud. Y ahora está sentado como uno más y siente que la vida se le acaba, y que la desperdició. Muere por el resto del viaje. Esa imposición lo ha matado. Qué hacer ante semejante salvajismo, ante tamaña maldad. De las que juzga Dios y directo al infierno. Veinticinco minutos pide, ¿tanto es? Menos de media hora, y ni siquiera eso. A lo que llegamos. ¿Esta es la sociedad que queremos? ¿Estos son los principios que nos enseñan en casa? Porque si es así, algo estamos haciendo mal, si lo moral se transforma en obligación, en imposición , en algo estamos fallando. Padres, madres, abuelos, ayuden a mi amigo Tito, ayúdenlo a ser feliz. Enseñen bien, por favor. Se está muriendo. Tiene setenta y tres, le quedan siete, y necesito saber su táctica para ganar en el piedra, papel, o tijera.

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