Archivo | febrero, 2012

Cuento 1

13 Feb

El cuarto día de otoño, cuando las hojas ya habían perdido del todo su color, me topé conmigo mismo al otro lado de la calle. O al menos eso creo. Llevaba mi mismo gorro de lana de Santa Cruz que mi abuela paterna me había tejido hace ya tantos años y que desde el 21 de marzo no me había quitado ni siquiera para dormir. Tenía yo su mismo sweater, que si mal no recuerdo, aunque mi memoria me juegue constantes malas pasadas, había usado el día anterior en ocasión de mi 91 aniversario. Pantalones beige de corderoy en perfecto estado tal como si fuesen recién comprados, una bolsa en su mano derecha de Caihue, sin duda la mejor tabaquería del Litoral, a la cual suelo acudir sábado por medio si no coincide con mis cada vez más frecuentes visitas al hospital; un bastón de quebracho malo a la distancia, aunque que si es el suyo mi mismo caso, quiere con orgullo y sin vergüenza, y zapatos de gamuza viejos como los míos.

No suelo mirar a otro lado más que a mi camino. Ese hábito lo dejé al entrar en la adultez, junto con mi cabello y la virginidad. Pero esta vez lo hice. Nada ni nadie me dijo que lo hiciera, lo hice porque quise. Al principio me sentí un poco fisgón, pero no tarde en darme cuenta que lo hacía de observador y no de mirón. Entonces frené mi camino de vuelta a casa y miré a mi alrededor, a la vereda de enfrente más precisamente. Es que algo de ese ordinario lugar llamaba mi atención. Miré y miré, y de 18 minutos me acuerdo sólo de una mujer gritando desaforadamente obscenidades por su teléfono celular. En el minuto 19 por fin algo distinto sucedió. Mi bisnieta Leticia apareció correteando sola entre la muchedumbre. Si no hubiera sido por mi condición de observador hubiese ido a buscarla, ya que una niña a su temprana edad entre tanta gente podría ser peligroso, pero mi destino en ese momento era otro: mirar. Entonces su madre llegó a ella preocupada como un pastor que pierde su rebaño, la agarró del brazo y volviéndose hacia atrás se la llevó. Afortunadamente no me notó porque no hubiera respondido a su saludo. Poco tiempo después, tal como si fuese yo una estatua, que de cierto modo lo era, un perro se puso a mi lado. Logré verlo gracias a mi campo visual, pero siempre mirando a la vereda de enfrente. El canino me olía sin parar y me lamió buena parte de mis pantalones. Por fortuna no llevaba puestos los que me había regalado mi hijo Pedro por mi cumpleaños, ya que el corderoy se arruina con ese tipo de contacto. Al tiempo el perro se fue corriendo, ladrándole a un anciano, y me sentí aliviado.

No se que pasó en la siguiente media hora, pero pasado ese tiempo vi lo que creo nadie ha visto jamás desde que el hombre es hombre. Por la otra vereda, sin mirar nada más que su trayecto, un hombre idéntico a mi andaba lentamente con su bastón de quebracho. Me quedé anonadado, boquiabierto. Iba muy despacio, a paso de tortuga, con una sonrisa de oreja a oreja que hasta yo en estado de shock logré alegrarme por él. Pero habiendo tanta gente en la calle, comenzaba a desaparecer como si se escondiera de mi detrás de la multitud. Estaba yo tan perplejo que no supe reaccionar a tiempo y lo perdí. De ese modo deje el lugar en el que había estado por casi ya una hora y salí en su búsqueda.

No fue fácil seguirlo. Ademas de no llevar un paso mucho más ágil que el suyo, si me interponía en su camino y entonces me veía, la desesperación sería también suya y eso era para nada favorable. Por lo tanto lo seguí a la distancia. De pronto, al frenar en la esquina de La Pampa y Monteros, un hombre corpulento con camisa a cuadros lo ayudó a cruzar de vereda. Ya habiendo hecho su buena acción del día, el hombre le susurró al oído -Suerte en su continuar- y entró a un negocio de electrodomésticos. Yo no podría nunca haber escuchado ese susurro al oído, pero de alguna manera sabía que diría esas mismas palabras.

Mi estado de shock, que seguía aun latente, no me permitió ni siquiera pensar en la fantasiosa realidad de que eramos el mismo. Seguí caminando hasta que se detuvo al lado de un cesto de basura. Sacó de la bolsa de Caihue una caja de tabaco y arrojó el plástico que lo rodeaba. Luego, de su bolsillo sacó una pipa tallada a mano, puso el tabaco en ella y lo prendió fuego. Inmediatamente toqué mi bolsillo y mi pipa estaba allí. La saque y la miré. Miré la suya y la mía hasta llegar a la conclusión de que eran iguales. Entendí entonces que a menos que aquel hombre haya ido a una casa inglesa de recuerdos al lado de la iglesia de Calcuta, esa pipa y la mía eran la misma, y por consiguiente ese anillo dorado puesto inusualmente en el dedo meñique era el mío también.

Dobló hacia la izquierda, y así también lo hice. Ahora no estaba yo en la otra vereda sino detrás suyo, a unos pocos metros de distancia. Si yo era él y él era yo, supuse que se dirigiría a nuestra casa. Con solo pensar el momento en que entraríamos uno detrás del otro, encontrándonos en el interior me aterraba. Pero era esto solo una teoría probablemente errada. Pensando que mi vejez me estaba jugando una mala pasada, dejé de seguirlo. Lentamente dobló de nuevo la esquina y se esfumó entre la gente. Mis piernas temblaban y mi bastón de quebracho ya no estaba en mi mano. Ya sin equilibrio, estaba por derrumbarme cuando el hombre con camisa de cuadros corrió hacia mi y diciendo -Es la segunda en el día querido anciano- , pidió un taxi y me subió.

Llegué a mi casa confundido. Después de un baño caliente pensé en todo lo ocurrido. Sin contárselo a nadie, me senté en mi sillón de cuero dudando si era solamente yo en ese instante o era dos, y empecé a anotarlo todo en la pequeña libreta de cartón , paso por paso, como el Doctor Petersen me aseguró que sería útil. Ya ahora en el final de mi recordatorio, llego a tres posibles razones para el atípico suceso: la primera, la realista, es haber visto a un hombre muy parecido a mi, posiblemente un gemelo jamás nombrado por mis padres y escondido de mi, que tenga hábitos similares a los míos como es de ocurrirle a gemelos separados a temprana edad; la segunda, la probable, es que los años me hagan ver a alguien que realmente no existe, o mejor dicho, que me este volviendo loco; y la última de las opciones es que me haya visto a mi mismo contrariamente a toda ciencia y ley natural. Claro que me convenso de que es la tercera la opción correcta, ya las otras dos me harían perder la poca confianza en los otros que me queda.

Me siento un estúpido al haberlo dejado ir. Como es que puede dejar pasar la oportunidad de algo emocionante en mi vida. El 24 de marzo, a los 91 años y un día descubrí el espíritu aventurero que mi padre siempre tuvo y mis genes nunca me revelaron, pero sin duda estaban ocultos y no ausentes. No puedo ir por él ahora porque no lo encontraría en esta inmensa ciudad, pero mañana a la misma hora estaré allí, sin el pantalón de corderoy desde ya, por si el perro vuelve a aparecer.

Son las ocho de la noche. Ya es 25 y estoy sentado de vuelta en mi sillón de cuero. Mi mano izquierda me tiembla y tardo en escribir, pero debo hacerlo para recordar. Sin lugar a dudas el día de hoy me hizo llegar a enfermizas conclusiones, cosas que no quiero saber, por lo que no las escribiré. Sin embargo el doctor me dijo que todos los días debía escribir. Es por ello que me limitaré a recordar solo lo fundamental. El gemelo o creación de mi mente enloquecida o mi persona en dos espacios o lo que creí ver, no es más que yo mismo el día anterior. Yo, ayer, veinticuatro horas antes. Es más, creo que él está en la cocina ahora , o en el baño no me acuerdo, pero aquí está, en mi casa, que tristemente es su casa también. No me acostumbro a pensarlo como yo mismo, lo veo como otro ser, alguien ajeno a mi. Durmiendo sé que no está porque pasé ayer toda la noche en vela esperando este día. Me asusta que venga a la sala, aunque es bastante improbable. No suelo pasar por la sala a estas altas horas de la noche y menos aún en semejante oscuridad. Pero no quito la posibilidad, porque nunca recuerdo realmente lo que hice el día anterior (a menos que esté escrito en la libreta claro). Estoy aterrado. La linterna que sostengo con la mano derecha titila, y temo que se apague. Me duelen las piernas por haber casi corrido de ese maldito perro callejero que me ladraba sin parar. Quiero ir a orinar pero no me atrevo. Mi vejiga está ya por estallar, pero mejor eso a enloquecer, si es que todavía no lo estoy. No se que hacer.

¡Soy un genio, claro que no me verá!. ¿Cómo no me di cuenta antes? Si el otro es mi “ayer”, y ayer no me vi, por lo tanto hoy no veré a mi ayer. Haga lo que haga no me verá, porque ayer no me vi, simple. Eso quiere decir que cuando hoy me escapaba del otro, nunca me hubiera visto, haga lo que haga, porque ayer no vi a mi “hoy”. Aunque, sin embargo, de nada estoy a salvo. Las posibilidades de verme con mi ayer son nulas, lo sé, pero aún puedo encontrarme con mi mañana, porque si mañana me encuentro con mi hoy (que es su ayer), hoy debería ver a mi mañana.

Tengo un plan. Hasta ahora “el próximo” (llamémoslo así) no vino y sé por qué. Mañana es el cumpleaños de mi hija mayor y en este mismo horario voy a estar en su casa festejándolo. Pero más tardar a las nueve de la noche tiene que aparecer para tomar las píldoras diarias. Entonces esperaré hasta ese entonces y luego de tomar mis pastillas iré al cuarto en su encuentro. Lo mismo haré mañana e inevitablemente nos encontraremos tanto hoy como en veinticuatro horas.

Son las nueve menos tres minutos. No había transpirado así desde mi graduación. Sé que vendrá porque mañana vendré. Estoy sentado en mi cama escribiendo ya no para recordar sino para evitar el nerviosismo. Queda ahora un minuto y todavía no llegó. Quizás había mucho tráfico por algún accidente, siempre pasa. Son ahora las 21:10 y sigue sin aparecer. No vendrá, lo sé. Si no llega a las nueve y media, recurriré a la magia del somnífero, y mañana será otro día.

Son las tres de la tarde y recién ahora me despierto. Creo que no debería haber tomado tantos somníferos, pero con tan poca actividad en mi vida cotidiana dormir más o menos da igual. Tengo seis horas hasta saber porque el encuentro no se llevó a cabo. A las 6 de la tarde me pasará a buscar mi hijo Felipe para ir al cumpleaños. En estas tres horas aprovecharé para hacer algunas cosillas que me quedaron pendientes del día de ayer, tales como ir al acilo a visitar a Raúl y tirarle miga de pan a los hermosos patos.

No hubo nada de tráfico. Son las ocho y cincuenta y siete de la noche y estoy en el sillón de cuero escribiendo. El otro está en el cuarto y yo no iré. ¿Qué pasaría si llegara a entrar ahora al cuarto?, ¿cómo se explicaría? Porque sé que está ahí dentro, y yo aquí fuera y somos el mismo y no lo somos y yo no lo vi, pero ahora lo veré y…no soporto más esta real pesadilla, iré a probar que sucede, a cambiar el rumbo del tiempo.

Me acerqué sigilosamente para no hacer ruido alguno y miré por el cerrojo de la puerta. No vi nada. Me puse los anteojos e intenté nuevamente y allí estaba, sentado en mi cama, temblando y escribiendo. Mis manos sudaban, mis piernas temblaban cada vez más y más. Mi corazón comenzó a latir tan fuertemente que me desplomé en el piso de madera. Alicia, la enfermera que cuida de mi, desesperada llamó a la ambulancia y acabé en el hospital Gutierrez por un infarto. Ahora mismo estoy allí y tengo para dos semanas más (al menos). Dicen que volveré a mi vida normal después de esto aunque ya no me importa demasiado. No puedo dejar de pensar en el posible encuentro y más aún, y esto es lo que me estremece, en cómo no escuchó mi caída en el silencio de la noche. Dejando de lado lo verdaderamente acontecido, si fue locura o fantasía o realidad, solo sé una cosa en particular: nunca volveré a desviar la mirada de mi camino, simplemente porque ya no soy un adolescente a quien le gusta curiosear, y ya no tengo cabello y mucho menos virginidad.