Carta de un perdedor

26 Oct

El muerto se ríe del degollado. Siento mucho tus ánimos de victoria pero no somos más que dos perdedores. Todos lo son. Muchos lo son. A la gente le gusta leer sobre perdedores, le hace sentirse bien, superiores. Nada más típico que creer que el fracasado es el otro. Vengo a refutar esa hipótesis. Somos fracasados, no solo vos y yo, todos. Muchos. Fracasados e ingenuos. No me voy a poner a discutir sobre los límites del concepto de perdedor. Ya todos saben lo que significa. Muchos. Escribo para vos así que no pasa nada. Va, yo no escribo para que me lean. En parte sí, pero no es la búsqueda final, la piedra fundamental. Escribo para que me suene bien. Leerlo después y gustarme. Corregirme cuando me leo en frio y pienso distinto que unas horas atrás. Soy un perdedor, ya se estarás dando cuenta porque lo digo. No quiero ser exitoso. Me cae mal la gente exitosa. Obviamente reconozco sus beneficios. Mujeres. Hay quienes dicen que todo lo que hacemos es en función de ellas. No estaría mal querer ser exitoso si así lo fuera, querer ser famoso a cuesta de todo. Ahí está el punto me parece, que no todo es a cuesta de todo. O por lo menos no hacemos lo que hacemos por cualquier mujer. Para que estudio sino. No te niego que todo el viaje a la facultad las mujeres son mi prioridad. Un andén sin una mujer bonita es un viaje deprimido. No es tan así, exagero, pero el punto sirve. Son claves las mujeres, gracias a eso sobrevivimos. Pero tampoco que lo son todo (o todas). Estoy un poco dubitativo, quizás mañana aclare este concepto. Pero que somos todos perdedores estoy convencido. Aceptarme perdedor es de por sí de perdedor. Y creer que todos son perdedores porque yo soy perdedor también. Nunca voy a poder corroborarlo empíricamente, así que capaz se salvan. No estoy tan convencido ahora. Que increíble como pienso algo y automáticamente mi cerebro le busca la contra. Es como que esta contra mí. Aunque el cerebro es parte de mí. ¿O yo soy conciencia y el resto es ajeno? Ahí está, de nuevo, te das cuenta. No nos queremos mucho. Nos usamos. Intercambio de cualidades. Pero bueno, en fin, no quiero abrumarte con estas locuras de hombre común. Solo quiero que seas como yo. Creo que por eso digo que todos son perdedores, porque quiero que vos lo seas. Es necesario que lo seas. Algo me dice que podes serlo, ¿serán mis ganas de que lo seas? Lo importante acá es que sepas que lo sos. Si sos pero no lo crees de nada sirve. Son fundamentales las fallas para un buen perdedor. Yo tengo muchísimas, no grandes, pequeñas fallas que marcan la diferencia. Detalles precisos. Como decía Robin Williams en Good Will Hunting, las imperfecciones son lo que marcan la diferencia. Quiero conocer tus fallas más que tus virtudes. Quiero verte errar, no acertar, así somos más humanos. Perfección es imperfección. ¿Ser perdedor es ser ganador? La gente no me considera un perdedor. Pero soy, no te dejes llevar por lo que dicen. No quiero ser un ganador, pero teniéndote lo seria. Ahí está la paradoja, quiero que seamos perdedores, pero si estoy con vos me convertiría en un ganador. Ese es mi sacrificio, por vos sería un ganador. Demostrame que no lo sos.

A qué mirar, a qué permanecer, Ángel González

12 Sep

A qué mirar, a qué permanecer
seguros
de que todo que es así, seguirá
siendo…Jamás pudo
ser de otra forma, compacto
y duro,
este -perfecto en su cadencia-
mundo.
Preferible es no ver. Meter las manos
en un oscuro
panorama, y no saber
qué es esto que aferramos, en un puro
afán de incertidumbre, de mentira.
Porque la verdad duele. Y lo único
que te agradezco ya es que me engañes
una vez más…
-«Te quiero mucho…»

Imposición

30 Ago

La originalidad sin tiempo ni espacio es , digamos, imposible. Siete mil millones no es poca cosa. Más los de antes. Más los de antes de antes de antes. Griegos, egipcios, fenicios, que sé yo. Los orientales, cuantos chinos habrán pasado por el mundo? No sé, pero demasiadas personas. Digo, para que tu hecho, tu increíble invento/pensamiento/conclusión no sea una fiel copia barata. Es una locura pensarlo. Una locura. El primero, ja. Quizás seas de los pocos, que también cuesta entender, aunque es más creíble. Pero el primero, no me hagas reír. Es decir, no es imposible estrenar una idea. Bill Gates fue pionero, Edison y Los Beatles. Varios lo hicieron, lo lograron, pero de ahí a que seas vos el original. No, es imposible. Perdoneme señor, pero las probabilidades no dan. No va a ser usted, mi buen hombre con excelentes intenciones, el que haga la revolución. Así que quédese tranquilo, mire tele o léase un libro. Yo sé y le aseguro que no es usted. Todos los cupos están vendidos, o ya quedan poquísimos, no los suficientes para que se emocione. Y para colmo se dejaron de emitir. Olvídelo, docientos mil años de humanidad. Sáquese la idea de la cabeza. Saquémonosla. Porque es un tema que a mi siempre me preocupó. Ya hice todas las conexiones neuronales posibles pensando y tratando de formular por fin una idea innovadora, fuera de serie. Y ahora ya está. Soy solo uno más. Es que no se puede. Me convencieron las matemáticas, y cuando los números lo dicen, hermano, perdiste. Lo demuestran y no tenés escapatoria. La originalidad no existe, no se puede, no, al menos, sin un tiempo y un espacio.
Supongamos el caso de un hombre que en un velorio, en vez de llorar, contrariamente a los cánones, ríe constantemente. Todos coincidimos en que los demás lo catalogarían, además de como un maleducado, un insensible, un pelotudo, como un hombre original. Quizás no lo dirían y menos en ese momento, pero si ya terminado el evento se lo preguntaras uno por uno, la gran mayoría diría, con otras palabras, que lo es, porque hizo algo en ese momento y en ese lugar que no suele hacerse. Fue contra la corriente, dejó de hacer lo que el promedio, fue un ser original en tiempo y espacio. Ya hubieron otros tantos que rieron en velorios, millones seguramente, y probablemente en esa misma ciudad, y porque no en esa manzana. Pero ese hombre haciéndolo aquí y ahora, es único en su especie.
Roberto es un hombre de setenta y tres años jubilado. Desde que murió Cai que duerme solo, pero ya no está triste porque se acostumbró. Dos años y dos meses y comienza a olvidarla o, mejor, a no recordarla tanto. La casa nunca tuvo fotos porque para qué. Él siempre estuvo en contra de eso de las fotografías: “fotografías encuadradas, recuerdos inútiles, miniaturas del pasado taladran el instante y nos convencen tristemente del pasado superior, del presente decadente y del futuro descendiente” Pero ahora la tendría en su reloj de bolsillo. Ya está comenzando a olvidarla, pero en su reloj de bolsillo no más. Lo cierto es que Tito, como le decían ciertos amigos ya que a esa edad sos de nombre completo, mira para adelante. Y con la frente en alto, los pies sobre el suelo y el mentón a noventa grados. Sus ojos profundos no son distintos a todos. Porque todos son profundos y a cualquiera se le podría dar esa inútil distinción. Queda bien, y engrandece. Sin embargo, él los usa no solo para lo cotidiano, sino para ver en detalle, en profundidad. Al principio, si lo vieras mirando un punto fijo por horas, creerías que es un despistado. Pero después caerías en la cuenta de que el árbol aquel es poco comparado con el árbol del Tito, que la chimenea y el fuego son otra cosa para él. Es como si todos nosotros viésemos una pequeñísima parte de lo que realmente son las cosas, los objetos. Y si puede ver más que eso que veo yo, será que hay más. Roberto es un minucioso, amante de los detalles, un observador de los mejores, casi profesional.
Ya hace un año que Roberto visita prácticamente todos los días a su amigo de toda la vida, curiosamente llamado como él, Roberto. Le dicen Toti. Hubo que pelear el apodo allá por la adolescencia, dos “Titos” se hacía problemático para el grupo. Y ganó el piedra, papel o tijera (a mejor de cinco, porque no era joda), tres a cero. Tenía una táctica que prometió dejarme por escrito. Me dijo por mil nueve sesenta: -Si llego a los ochenta años, te prometo que lo digo-. Juro que nunca lo vi perder, era muy eficiente. Iba a visitarlo casi todos los días al acilo de Martinez. Se ponía la boina inglesa, bastón de quebracho en mano y partía. Dos cuadras hasta la plaza rodeando el club y dos más hasta la parada de colectivo, como mucho quince minutos y subía al cuatrocientos siete blanco. Entonces caminaba con cautela hasta la mitad, siempre y cuando la cantidad de gente le permitiera elegir donde pararse, y miraba por la ventana agarrado de la manija del respaldo del asiento. Disfrutaba profundamente ese momento más que cualquier otro. Se sentía libre. Firme con sus dos pies soportaba el peso del cuerpo y controlaba la ley de inercia, y era fuerte como de joven. La seguridad es un requisito y en ese punto Roberto la encontraba en todo su esplendor. Parado, él quería viajar parado, mirando esas cosas por la ventana que vaya uno a saber que tan magníficas serán. Él quería viajar parado. Porque así de pie, era feliz. Toti era una excusa. Necesaria, pero no era el fin último. Su razón era el viaje.
Tito sí que era original en tiempo y espacio. Si fuera por él sacaría todos esos asientos a la mierda. Esa sí era su utopía, un colectivo sin asientos. Sabés que lindo. Querer lo opuesto, eso es original. Yo querría ser así, ser lo que nadie. Y quien sino Roberto. Yo querría ser Roberto. Si lo vieras ahí parado, no verías a un anciano, te lo aseguro, porque son esos veinticinco minutos que deja de serlo. Tronco firme, pecho afuera, eso no es de viejo. Y no le importaba Cai y tampoco sus estúpidas conclusiones filosóficas, ni las fotografías. Era su cielo.
Pero había otros días y a este punto quería llegar. Días negros, oscuros. Feos. Roberto parado a mitad de viaje, sin escuchar más que su silencio interior, mirando por la ventana, transcurriéndose preciado momento, cuando derrepente una vocecilla que le dice estúpidamente: -Señor, siéntese-. Inútil, veintiañero inútil. Creyéndose el cuento del buen ciudadano se convierte en el peor de todos. Y es inevitable. Tito, no puede hacerse el distraido. Lo escuchó, ya no mira por la ventana, no más. Su mirada está en quien le arruinó el día. Y no le quedan tantos. Un día menos de los pocos que le queda de existencia. El otro sonriente, contento, y Tito que lo mira y le ríe falsamente, no quiere pero debe y no tiene opción porque ya se paró y se sacó los auriculares. Es llamativo el pequeñísimo trecho de la libertad a la esclavitud. Y ahora está sentado como uno más y siente que la vida se le acaba, y que la desperdició. Muere por el resto del viaje. Esa imposición lo ha matado. Qué hacer ante semejante salvajismo, ante tamaña maldad. De las que juzga Dios y directo al infierno. Veinticinco minutos pide, ¿tanto es? Menos de media hora, y ni siquiera eso. A lo que llegamos. ¿Esta es la sociedad que queremos? ¿Estos son los principios que nos enseñan en casa? Porque si es así, algo estamos haciendo mal, si lo moral se transforma en obligación, en imposición , en algo estamos fallando. Padres, madres, abuelos, ayuden a mi amigo Tito, ayúdenlo a ser feliz. Enseñen bien, por favor. Se está muriendo. Tiene setenta y tres, le quedan siete, y necesito saber su táctica para ganar en el piedra, papel, o tijera.

Historia de un buso

19 Abr

Este cuento está basado en una historia real. Basado. Hace unos años caminando por el desierto de Sahara me topé con un manuscrito escrito en jeroglíficos. Yo digo jeroglíficos desde la ignorancia casi total, pero ví el Principe de Egipto y se parecían. Logré ponerlo en el traductor con ayuda de mi fiel amigo Coco (especialista en muchas cosas) y leímos lo increible. Supe que hacer y lo escribí, algo modificado. (Basado). Y he aquí la historia, de la cual mis hijos y sus hijos a la vez no sentirán ningún tipo de orgullo.Por cierto, era un pantalón, no un buso, pero a mi me gustan los busos.

 

Me toca una vez al mes. En invierno. Porque en verano siempre son vacaciones. Va, una vez salí en verano en realidad, allá por el 2001 , no vamos a empezar mintiendo ya, tan pronto, ¿no?. «Allá por el 2001» digo, pero sé perfectamente que fue el 21 de Febrero de 2001. Mentiras, ocultamientos, basta, basta ya. Lo que pasa es que a veces quiero quedar bien, con ustedes, con todos, con otros, con ustedes sobre todo. Y, con este momento de mi vida es lógico. Otro de mis defectos, para la lista: excesivas justificaciones. No voy a cambiar, antes si, ahora no, después tampoco. Son invitados a abandonarlo todo, preparados, listos, ya, y seguir con otra cosa mariposa. O sino les cuento que en Otoño salgo una vez por temporada (con suerte). Primavera también. Dígase, como mucho, y exagerando, siete días al año fuera del ropero. Y ni te cuento cuando me dejan en la silla olvidado, con el aire que pega en el cuello, sensaciones gratificantes si las hay. Silla, templo del Rey Salomón, de muchas maneras escuché que le decían por los estantes, imagínense no más. Nací con el milenio, así que llevo más de ochenta salidas creo. Creo dije. Nunca fui un gran matemático, ya sabés ahí adentro, en la oscuridad, es difícil ser un gran ´algo´. Buen promedio igualmente, ochenta en doce, trece años, en una misma casa, solamente dos dueños, bien.

Mi primer patrón me idolatraba, íbamos juntos a fiestas de prestigio, esas con más mozos que invitados, centros de mesa de animales echos en hielo, champagne y a veces vino. Sí, las de hollywood. Si salía de casa, del ropero, directo a la ceremonia paqueta. Una vez, y les cuento con orgullo, sería la segunda o tercera vez que me usaba y me mancharon con vino. No sé la verdad si les estoy hablando chino o si entenderán algo de lo que les digo, pero que te manchen con vino no es como que te vuelquen agua. El vino es un eterno enemigo nuestro. Cosas de busos vió.  Bueno, resulta que Eric (así lo llamaban graciosamente) se trastornó y tomó represalia. El chaleco blanco del incompetente que me burló se tiñó de tinto y su ojo derecho de morado. Me defendió no por él mismo, por su honra, sino por mi. Nos queríamos, nos gustábamos  encajábamos perfectamente el uno con el otro. Es que sí, claro que era recíproco. Él me adoraba y yo a él. Sabía que yo lo quería, sabía. En general con los humanos concordamos en aceptar la Ley de la Prenda. Los humanos la aceptan sin siquiera conocerla, sin saber que existe tal ley, y nosotros claro, porque fuimos y somos hechos para ella. Es simple, uno usa al otro por cierta satisfacción personal y a su vez entrega placer . Intercambio de cualidades. Punto. Pero con Eric era otra historia, como pocas entre humano-prenda. Era él el distinto. En el fondo todos nosotros queremos que el hombre nos quiera, nos ame, pero no tienen la capacidad de reconocernos más que como una cosa, como si fuesemos una cuchara o una maceta.. Mi dueño la tenía. Era un superheroe irreconocido. Probablemente no tenía la certeza científica porque yo no podía responderle en palabras, ni en hechos, pero sentía que era algo más. Eso es, me sentía.

Con el segundo patrón, en cambio, viajabamos nomás. De casa a la canchita número cinco, más tres minutos hasta que entra en calor, más cinco segundos que tarda en sacarme de su cuerpo, más la vuelta al hogar dulce hogar. Es el hermano de Eric por cierto. Nunca supe como se llamaba, yo le digo “hermano de Eric” o “él” depende de la situación. Al dueño “uno”, nunca más lo vi. Muchas veces pienso en que será de su vida y me enrriedo prefieriendo a veces que me haya abandonado y otras tantas que esté muerto. Mejor no saber porque son ambos terribles finales.

Resulta que el hermano de Eric me encontró abajo de la cama del progenitor. No, no fue él en realidad, fue una de las sivientas de la mansión, esa rubia alta que podría ir a un programa de chimentos y hacerse un festín. No creo que la tengan, a no ser que hayan visitado la mansión. Bueno si alguno fue, quiero que sepa y me envidie cuando les diga que esas manos me tocaron y me cocieron la manga. No sean ingenuos, claro que sé que una mujer semejante no me ve más que como ropa vieja, pero me miró fijo y supo que soy alguien. Es como cuando te miran y estás detrás de un vidrio polarizado. Lo pensás en frio y es imposible, pero en el momento te vió. Bueno dejenme ser feliz, que importa si percibió algo distinto en mi o no, hagamos que si y todos contentos. Asi fue como la señorita le dió el buso al hermano de Eric y ahora viajamos, casa chancha, chancha casa.

Con él cumplimos la Ley de la Prenda a rajatabla. No hay grandes emociones, ni temores, ni exaltaciones. Nos usamos. No más. Quizá uno de los grandes problemas que sufro, el único ahora pienso, es su orden. Es tan obsesivo que nunca quedo en la silla. Ese sentimiento fantástico del viento en el cuello no lo tengo hace ya más de tres años. Me dijeron una vez que en el río se levantan unos ventarrones terribles. Algo como Poseidón, algo asi. Como quisiera ir. Desde que lo supe solo pienso en ello. Mis horas pasan más rápidamente, porque me las paso en el agua. Si pensándolo la paso tan bien, ni quiero suponer lo que es en verdad. Es el cielo, la perfección, el esplendor.

Muchas anecdotas no me acuerdo con él, a diferecia de Eric, de quien podría pasarme hablando lo que me queda de vida. La más excitante debe haber sido la de la vez que habían como tres grados de temperatura, y por un leve esguince en el tobillo decidió jugar de arquero. Esa vez no fui usado solo hasta el partido, sino que también durante. Nos comimos nueve. Si lo vieran a él, mide un metro cincuenta y pesa sesenta y pocos kilos. Era lógico. Cuando entramos a la chancha y nos dirigíamos al arco predije diez , le fallé por uno (aunque hubo un gol al limite al final que no cobraron, pero yo que veo también de espaldas te digo que entró, y por bastante).

Como habrán notado, desde la insólita experiencia que tuve con Eric, la Ley de la Prenda no es para mi lo que para los demás. No la acepto asi como asi, no puedo soportarla sabiendo que hay algo tanto mejor. No soy feliz con que me usen nomás. Como comer todos los días arroz y no conocer otro alimento, y de pronto, te siven un bife de chorizo con papas al horno. Cada día que comas arroz de nuevo no vas a hacer otra cosa que pensar en carne. La Ley ya no esta hecha para mi. La soporto, pero no me hace disfrutar. Ya sentí la carne, no hay vuelta atrás.

Pero, la realidad es que ya estoy viejo. Desde esos primeros pasos en London, pasando por la calle Florida y Eric, ya pasaron unos cuantos años. El algodón se fue deteriorando y en poco tiempo van a empezar los agujeros. Mi vida se esta yendo de a poco y lo acepto. Sufro cuando veo a los demás tan felices con sus existecias ordinarias y dudo en ser más que ellos. Ayer por ejemplo, y de ahí que me vino por contar todo esto a alguien, toque madera. Esto no es una expresión ni mucho menos. Tocar madera es ser la última prenda en una pila dentro del ropero. De ahí el nombre, contacto directo con la madera, sin ropa que medíe. Recien entonces caí. Soy el peor buso suyo. Perdí mi color, mi figura. Soy viejo. El que nació y vivió. Y ahora se limita a recordar.

Cuento 1

13 Feb

El cuarto día de otoño, cuando las hojas ya habían perdido del todo su color, me topé conmigo mismo al otro lado de la calle. O al menos eso creo. Llevaba mi mismo gorro de lana de Santa Cruz que mi abuela paterna me había tejido hace ya tantos años y que desde el 21 de marzo no me había quitado ni siquiera para dormir. Tenía yo su mismo sweater, que si mal no recuerdo, aunque mi memoria me juegue constantes malas pasadas, había usado el día anterior en ocasión de mi 91 aniversario. Pantalones beige de corderoy en perfecto estado tal como si fuesen recién comprados, una bolsa en su mano derecha de Caihue, sin duda la mejor tabaquería del Litoral, a la cual suelo acudir sábado por medio si no coincide con mis cada vez más frecuentes visitas al hospital; un bastón de quebracho malo a la distancia, aunque que si es el suyo mi mismo caso, quiere con orgullo y sin vergüenza, y zapatos de gamuza viejos como los míos.

No suelo mirar a otro lado más que a mi camino. Ese hábito lo dejé al entrar en la adultez, junto con mi cabello y la virginidad. Pero esta vez lo hice. Nada ni nadie me dijo que lo hiciera, lo hice porque quise. Al principio me sentí un poco fisgón, pero no tarde en darme cuenta que lo hacía de observador y no de mirón. Entonces frené mi camino de vuelta a casa y miré a mi alrededor, a la vereda de enfrente más precisamente. Es que algo de ese ordinario lugar llamaba mi atención. Miré y miré, y de 18 minutos me acuerdo sólo de una mujer gritando desaforadamente obscenidades por su teléfono celular. En el minuto 19 por fin algo distinto sucedió. Mi bisnieta Leticia apareció correteando sola entre la muchedumbre. Si no hubiera sido por mi condición de observador hubiese ido a buscarla, ya que una niña a su temprana edad entre tanta gente podría ser peligroso, pero mi destino en ese momento era otro: mirar. Entonces su madre llegó a ella preocupada como un pastor que pierde su rebaño, la agarró del brazo y volviéndose hacia atrás se la llevó. Afortunadamente no me notó porque no hubiera respondido a su saludo. Poco tiempo después, tal como si fuese yo una estatua, que de cierto modo lo era, un perro se puso a mi lado. Logré verlo gracias a mi campo visual, pero siempre mirando a la vereda de enfrente. El canino me olía sin parar y me lamió buena parte de mis pantalones. Por fortuna no llevaba puestos los que me había regalado mi hijo Pedro por mi cumpleaños, ya que el corderoy se arruina con ese tipo de contacto. Al tiempo el perro se fue corriendo, ladrándole a un anciano, y me sentí aliviado.

No se que pasó en la siguiente media hora, pero pasado ese tiempo vi lo que creo nadie ha visto jamás desde que el hombre es hombre. Por la otra vereda, sin mirar nada más que su trayecto, un hombre idéntico a mi andaba lentamente con su bastón de quebracho. Me quedé anonadado, boquiabierto. Iba muy despacio, a paso de tortuga, con una sonrisa de oreja a oreja que hasta yo en estado de shock logré alegrarme por él. Pero habiendo tanta gente en la calle, comenzaba a desaparecer como si se escondiera de mi detrás de la multitud. Estaba yo tan perplejo que no supe reaccionar a tiempo y lo perdí. De ese modo deje el lugar en el que había estado por casi ya una hora y salí en su búsqueda.

No fue fácil seguirlo. Ademas de no llevar un paso mucho más ágil que el suyo, si me interponía en su camino y entonces me veía, la desesperación sería también suya y eso era para nada favorable. Por lo tanto lo seguí a la distancia. De pronto, al frenar en la esquina de La Pampa y Monteros, un hombre corpulento con camisa a cuadros lo ayudó a cruzar de vereda. Ya habiendo hecho su buena acción del día, el hombre le susurró al oído -Suerte en su continuar- y entró a un negocio de electrodomésticos. Yo no podría nunca haber escuchado ese susurro al oído, pero de alguna manera sabía que diría esas mismas palabras.

Mi estado de shock, que seguía aun latente, no me permitió ni siquiera pensar en la fantasiosa realidad de que eramos el mismo. Seguí caminando hasta que se detuvo al lado de un cesto de basura. Sacó de la bolsa de Caihue una caja de tabaco y arrojó el plástico que lo rodeaba. Luego, de su bolsillo sacó una pipa tallada a mano, puso el tabaco en ella y lo prendió fuego. Inmediatamente toqué mi bolsillo y mi pipa estaba allí. La saque y la miré. Miré la suya y la mía hasta llegar a la conclusión de que eran iguales. Entendí entonces que a menos que aquel hombre haya ido a una casa inglesa de recuerdos al lado de la iglesia de Calcuta, esa pipa y la mía eran la misma, y por consiguiente ese anillo dorado puesto inusualmente en el dedo meñique era el mío también.

Dobló hacia la izquierda, y así también lo hice. Ahora no estaba yo en la otra vereda sino detrás suyo, a unos pocos metros de distancia. Si yo era él y él era yo, supuse que se dirigiría a nuestra casa. Con solo pensar el momento en que entraríamos uno detrás del otro, encontrándonos en el interior me aterraba. Pero era esto solo una teoría probablemente errada. Pensando que mi vejez me estaba jugando una mala pasada, dejé de seguirlo. Lentamente dobló de nuevo la esquina y se esfumó entre la gente. Mis piernas temblaban y mi bastón de quebracho ya no estaba en mi mano. Ya sin equilibrio, estaba por derrumbarme cuando el hombre con camisa de cuadros corrió hacia mi y diciendo -Es la segunda en el día querido anciano- , pidió un taxi y me subió.

Llegué a mi casa confundido. Después de un baño caliente pensé en todo lo ocurrido. Sin contárselo a nadie, me senté en mi sillón de cuero dudando si era solamente yo en ese instante o era dos, y empecé a anotarlo todo en la pequeña libreta de cartón , paso por paso, como el Doctor Petersen me aseguró que sería útil. Ya ahora en el final de mi recordatorio, llego a tres posibles razones para el atípico suceso: la primera, la realista, es haber visto a un hombre muy parecido a mi, posiblemente un gemelo jamás nombrado por mis padres y escondido de mi, que tenga hábitos similares a los míos como es de ocurrirle a gemelos separados a temprana edad; la segunda, la probable, es que los años me hagan ver a alguien que realmente no existe, o mejor dicho, que me este volviendo loco; y la última de las opciones es que me haya visto a mi mismo contrariamente a toda ciencia y ley natural. Claro que me convenso de que es la tercera la opción correcta, ya las otras dos me harían perder la poca confianza en los otros que me queda.

Me siento un estúpido al haberlo dejado ir. Como es que puede dejar pasar la oportunidad de algo emocionante en mi vida. El 24 de marzo, a los 91 años y un día descubrí el espíritu aventurero que mi padre siempre tuvo y mis genes nunca me revelaron, pero sin duda estaban ocultos y no ausentes. No puedo ir por él ahora porque no lo encontraría en esta inmensa ciudad, pero mañana a la misma hora estaré allí, sin el pantalón de corderoy desde ya, por si el perro vuelve a aparecer.

Son las ocho de la noche. Ya es 25 y estoy sentado de vuelta en mi sillón de cuero. Mi mano izquierda me tiembla y tardo en escribir, pero debo hacerlo para recordar. Sin lugar a dudas el día de hoy me hizo llegar a enfermizas conclusiones, cosas que no quiero saber, por lo que no las escribiré. Sin embargo el doctor me dijo que todos los días debía escribir. Es por ello que me limitaré a recordar solo lo fundamental. El gemelo o creación de mi mente enloquecida o mi persona en dos espacios o lo que creí ver, no es más que yo mismo el día anterior. Yo, ayer, veinticuatro horas antes. Es más, creo que él está en la cocina ahora , o en el baño no me acuerdo, pero aquí está, en mi casa, que tristemente es su casa también. No me acostumbro a pensarlo como yo mismo, lo veo como otro ser, alguien ajeno a mi. Durmiendo sé que no está porque pasé ayer toda la noche en vela esperando este día. Me asusta que venga a la sala, aunque es bastante improbable. No suelo pasar por la sala a estas altas horas de la noche y menos aún en semejante oscuridad. Pero no quito la posibilidad, porque nunca recuerdo realmente lo que hice el día anterior (a menos que esté escrito en la libreta claro). Estoy aterrado. La linterna que sostengo con la mano derecha titila, y temo que se apague. Me duelen las piernas por haber casi corrido de ese maldito perro callejero que me ladraba sin parar. Quiero ir a orinar pero no me atrevo. Mi vejiga está ya por estallar, pero mejor eso a enloquecer, si es que todavía no lo estoy. No se que hacer.

¡Soy un genio, claro que no me verá!. ¿Cómo no me di cuenta antes? Si el otro es mi “ayer”, y ayer no me vi, por lo tanto hoy no veré a mi ayer. Haga lo que haga no me verá, porque ayer no me vi, simple. Eso quiere decir que cuando hoy me escapaba del otro, nunca me hubiera visto, haga lo que haga, porque ayer no vi a mi “hoy”. Aunque, sin embargo, de nada estoy a salvo. Las posibilidades de verme con mi ayer son nulas, lo sé, pero aún puedo encontrarme con mi mañana, porque si mañana me encuentro con mi hoy (que es su ayer), hoy debería ver a mi mañana.

Tengo un plan. Hasta ahora “el próximo” (llamémoslo así) no vino y sé por qué. Mañana es el cumpleaños de mi hija mayor y en este mismo horario voy a estar en su casa festejándolo. Pero más tardar a las nueve de la noche tiene que aparecer para tomar las píldoras diarias. Entonces esperaré hasta ese entonces y luego de tomar mis pastillas iré al cuarto en su encuentro. Lo mismo haré mañana e inevitablemente nos encontraremos tanto hoy como en veinticuatro horas.

Son las nueve menos tres minutos. No había transpirado así desde mi graduación. Sé que vendrá porque mañana vendré. Estoy sentado en mi cama escribiendo ya no para recordar sino para evitar el nerviosismo. Queda ahora un minuto y todavía no llegó. Quizás había mucho tráfico por algún accidente, siempre pasa. Son ahora las 21:10 y sigue sin aparecer. No vendrá, lo sé. Si no llega a las nueve y media, recurriré a la magia del somnífero, y mañana será otro día.

Son las tres de la tarde y recién ahora me despierto. Creo que no debería haber tomado tantos somníferos, pero con tan poca actividad en mi vida cotidiana dormir más o menos da igual. Tengo seis horas hasta saber porque el encuentro no se llevó a cabo. A las 6 de la tarde me pasará a buscar mi hijo Felipe para ir al cumpleaños. En estas tres horas aprovecharé para hacer algunas cosillas que me quedaron pendientes del día de ayer, tales como ir al acilo a visitar a Raúl y tirarle miga de pan a los hermosos patos.

No hubo nada de tráfico. Son las ocho y cincuenta y siete de la noche y estoy en el sillón de cuero escribiendo. El otro está en el cuarto y yo no iré. ¿Qué pasaría si llegara a entrar ahora al cuarto?, ¿cómo se explicaría? Porque sé que está ahí dentro, y yo aquí fuera y somos el mismo y no lo somos y yo no lo vi, pero ahora lo veré y…no soporto más esta real pesadilla, iré a probar que sucede, a cambiar el rumbo del tiempo.

Me acerqué sigilosamente para no hacer ruido alguno y miré por el cerrojo de la puerta. No vi nada. Me puse los anteojos e intenté nuevamente y allí estaba, sentado en mi cama, temblando y escribiendo. Mis manos sudaban, mis piernas temblaban cada vez más y más. Mi corazón comenzó a latir tan fuertemente que me desplomé en el piso de madera. Alicia, la enfermera que cuida de mi, desesperada llamó a la ambulancia y acabé en el hospital Gutierrez por un infarto. Ahora mismo estoy allí y tengo para dos semanas más (al menos). Dicen que volveré a mi vida normal después de esto aunque ya no me importa demasiado. No puedo dejar de pensar en el posible encuentro y más aún, y esto es lo que me estremece, en cómo no escuchó mi caída en el silencio de la noche. Dejando de lado lo verdaderamente acontecido, si fue locura o fantasía o realidad, solo sé una cosa en particular: nunca volveré a desviar la mirada de mi camino, simplemente porque ya no soy un adolescente a quien le gusta curiosear, y ya no tengo cabello y mucho menos virginidad.